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DIARIO DE VIAJE 22
Morella, la memoria viva entre murallas y guirnaldas.
Uno de los lugares que más me impresionó sin imaginarlo antes de llegar fue Morella. Sabía de su castillo imponente, pero no de su encantadora ciudad ni de la Basílica de Santa María, uno de los templos góticos más hermosos de la antigua Corona de Aragón.
Morella está al norte de la provincia de Castellón, limitando con Tarragona y Teruel. Es tierra de montañas abruptas, barrancos y mesetas rocosas, con cimas de hasta 1.300 metros. Su clima, mediterráneo de alta montaña, regala veranos frescos e inviernos muy fríos.
La visité dos veces: la primera, para recorrer su historia y arquitectura; la segunda, para vivir una de sus fiestas más esperadas: el Sexenio.
En la primera ocasión, empezamos por el castillo. La subida, entre murallas y rampas, y su recorrido interno lleva casi dos horas. Desde lo alto, se entiende por qué este lugar fue codiciado durante siglos.
Ya los iberos y romanos lo ocuparon, pero fueron los musulmanes quienes le dieron forma de fortaleza, entre los años 950 y 960, bajo el califato de Abd al-Rahman III.
Después, almorávides y almohades reforzaron defensas y convirtieron el núcleo en una ciudad próspera, centro de ganadería y comercio.
Con la conquista cristiana en el siglo XIII y las reformas posteriores, el castillo se adaptó a los avances militares de cada época. Resistió ataques en la Guerra de Sucesión, pero sufrió sus peores daños en la Guerra de la Independencia y en la Primera Guerra Carlista.
Por sus muros pasaron figuras históricas como El Cid, Jaume I, el Papa Luna y San Vicente Ferrer.

Tras el castillo, llegó el descubrimiento más inolvidable: la Basílica Arciprestal Santa María la Mayor. Construida entre los siglos XIII y XVI, reúne en su fachada dos portadas góticas: la de los Apóstoles y la de las Vírgenes.
El interior es sobrecogedor: la escalera de caracol que asciende al coro, el altar mayor, tres rosetones con vidrieras originales del siglo XIV, el órgano histórico y un friso esculpido que recuerda al Pórtico de la Gloria.
Incluso para quien no sea religioso, es imposible no sentir algo especial en este espacio.

La segunda vez que viajé a Morella fue en agosto, para participar en el Sexenio de Morella, una celebración que se remonta a 1678 y se realiza cada seis años en honor a la Virgen de Vallivana.
Según la tradición, la Virgen puso fin a una epidemia de peste en 1672, y desde entonces la ciudad le rinde un novenario de acción de gracias.
Durante esos días, Morella se transforma: las calles se alfombran con hierbas aromáticas, los balcones y puertas se engalanan con guirnaldas de flores de papel hechas a mano por los vecinos, y cada jornada está organizada por un gremio distinto.
Hay procesiones solemnes, danzas tradicionales y escenas bíblicas representadas por los propios habitantes.
El momento más esperado es la entrada de la Virgen en la ciudad, que despierta una emoción colectiva difícil de describir.
Antes de despedirnos, había que probar el flaó, dulce tradicional de requesón, almendra y moscatel, que resume en su sabor el carácter de esta tierra: intenso, acogedor y lleno de matices.
Morella es historia viva, arte, fe y tradición. Un lugar que se visita con los ojos, pero se recuerda con todos los sentidos.
