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la sonrisa, el último acto de resistencia

Reivindicando nuestro sello más humano

Soy una defensora y promotora de la simpatía, de la necesidad de ingresar a un sitio con una sonrisa, del requisito indispensable de saludar mirando a los ojos y de estrechar la mano con firmeza. 

Sé lo bien que sienta dar y también recibir una llamada o un WhatsApp en un momento crítico, saber que le importamos a alguien, y que ese alguien nos brinda un espacio de respiro para que el momento duela menos. 

Un “buen día” mostrando una sonrisa tiene todo lo que se necesita para cambiar la vida de alguien, y la propia.  

El simple hecho de elevar las comisuras de los labios, creando una curva hacia arriba y, en el mejor de los casos, mostrar los dientes con delicada satisfacción, más la consecuente contracción del músculo orbicular de los ojos, creando las famosas patas de gallo, es el acto más sencillo y, a simple vista, de alto grado de liberación de endorfinas, serotonina y otros analgésicos naturales que produce nuestro cuerpo.  

Esta contracción de varios músculos faciales ha dejado su huella a lo largo de la historia, desde las sonrisas arcaicas de las esculturas griegas conocidas como kuros, hechas hace 2.500 años, hasta los emojis, esas pequeñas imágenes que le ponen sabor a nuestros mensajes.  

Tan fácil y sencillo como sonreír nos predispone de otra manera.  

Como señala un artículo de Público, “La sonrisa también reduce los niveles de hormonas responsables del estrés como el cortisol o la propia adrenalina. 

De esta forma, sonreír también es una buena estrategia para prevenir la tristeza y la depresión, al generar estados de ánimo positivos y placenteros. En este sentido, la sonrisa es también un excelente mecanismo de homeostasis fisiológica: sonreír es una forma de restablecer tanto nuestro equilibrio fisiológico como psicológico.”   

Siendo un recurso que todos conocemos, que podemos palpar y evidenciar a nuestro favor, ¿qué nos pasa con nuestra tendencia adulta a la seriedad, al hastío, a la poca gana? 

En mi experiencia reciente como paciente de hospital para una intervención de apendicitis, la situación a mi alrededor parecía rutinariamente acuciante.  

Cada persona con su propia historia a cuestas, con sus dolores más o menos a flor de piel, se mimetizaba en una sala con pacientes heterogéneos. 

Las abuelas que compartían conmigo la sala de urgencias, descargaban sus letanías al paciente de al lado o la enfermera de turno, que llevaba horas atendiendo a otros pacientes en iguales o peores condiciones. 

Observé el cuadro: la cara de los involucrados (pacientes, personal sanitario, familiares), su gesticulación, el tono de voz, la forma de entrar, de saludar, de reaccionar ante el dolor de una aguja, de hablar entre sí.  

Y llegué a la conclusión que hemos escayolado las emociones.  

Nos vamos rutinizando, y taponando la entrada y salida de cualquier sedimento emocional

Interactuando lo justo y necesario con el otro, por la razonable necesidad de preservar la salud mental ante la desgracia ajena, también nos acorazamos y nos volvemos cero emotivos y menos reactivos. 

Olvidamos qué es sonreír. Se le olvidó a la cajera del super, se le olvidó al funcionario del Inem, se le olvidó al vendedor de la Once, se le olvidó al farmacéutico del abierto 365 días del año, se le olvidó a la vecina que renegó con su hijo adolescente anoche, se le olvidó a chofer de la EMT. 

Y así un sinnúmero de seres humanos, entre los que me encuentro, que hemos reservado para momentos muy puntuales, siempre que no demande demasiada energía, una característica tan humana como sonreír.  

Nada nos hace tan distintos de otros seres vivos.  

Por eso reivindico la sonrisa, el entendimiento, la cortesía, la convivencia, la empatía. Porque cuando alguien sonríe, el mundo —aunque sea por un segundo— deja de doler tanto. 

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