LA BELLEZA Y LA BARBARIE EN EL MISMO PACK
Desde el
epicentro de la civilización
En mi reciente viaje a Roma he tomado nota de muchos detalles entre la majestuosidad de las construcciones, del arte, de la cultura y de la organización política que mantuvo en pie a este imperio durante 503 años.
Difícilmente se puede ir por libre, entrando y saliendo de los museos e iglesias.
Sí o sí hay que pasar por el filtro de las empresas turísticas que venden paquetes de circuitos de 2/3 horas, con una persona al frente, capaz de conducir a los miles de personas que visitan Roma cada día.
Debo decir que la mayoría de las veces, los guías me aburren y pierdo el hilo de sus relatos, aunque he sido muy buena alumna y muy atenta a los profesores en las clases de historia de la secundaria.
Como llevamos los auriculares para oirlos con mayor claridad, me suelo alejar hasta donde no se pierda la señal auditiva, mientras voy mirando los techos, suelos, paredes, columnas, arcos, esculturas.
Me gusta respirar hondo y sentir la textura de un bloque de mármol de más de 1000 años, pulido a la perfección.
La arquitectura y las obras de arte me impactan de tal manera que solo pienso en el artista que estuvo horas, semanas y meses trabajando en una piedra sin forma, tosca, recién extraída de la cantera.
Le pregunté a la guía turística… ¿se sabe cuánto tardaban en esculpir una figura humana o religiosa, un sarcófago o una bañera?
– Ah no sé… depende, me contestó.
Sentí como si me hubieran arrancado la página de un libro.
“Roma era una sociedad muy visual. Con la mayoría de su población analfabeta e incapaz de hablar el latín erudito que circulaba entre la élite, las artes visuales funcionaban como una especie de literatura accesible a las grandes masas, lo que confirma las ideologías y la difusión de la imagen de personalidades eminentes”.
Entendido esto, el arte y su simbolismo eran fundamentales para impactar en el inconsciente colectivo de la época.
Ante la amenaza de invasiones y guerras, los pueblos enterraban sus obras de arte para evitar la profanación. Por esta razón se siguen encontrando restos de ciudades bajo tierra hasta el día de hoy.
He disfrutado observando obras exquisitas al detalle: estatuas, retratos de personas, de mascotas, de animales salvajes, fuentes, frescos, pinturas, mosaicos.
Y es incomprensible, a su vez, que toda esta belleza cargada de talento, de alma y de sensibilidad, tenga su contracara en el Coliseo y en el Circo Romano.
Existen películas que retratan la vida y las penurias de aquellos hombres y mujeres gladiadores (porque las había mujeres también) que tenían que enfrentarse a sus propios compañeros, para el entretenimiento de la masa agolpada en las gradas del Coliseo.
O la maldita suerte de tantos animales llevados de Asia y de África, encerrados, hambrientos y obligados a comerse unos a otros frente a un público enardecido, brutal, que pedía más sangre y más sacrificios.
No puedo abstraerme del dolor. Me cuesta encontrar un punto de equilibrio para salvar del juicio al ser humano.
La misma guía turística dijo acertadamente: ¿saben por qué el Imperio Romano duró tantos años? No por buenos, no por generosos, sino porque le ofrecían a la gente servicios básicos y entretenimiento.
Sintiendo la historia bajo los pies, en el tacto de mis dedos y en las imágenes más espectaculares que pude guardar en mi retina, sigo imaginando a aquel artista esculpiendo la piedra, al arquitecto ideando arcos y columnas, al pintor, al músico, al artesano en su contacto diario con la naturaleza, con las formas, con el alma de las cosas, muy lejos de la sinrazón de la locura y la barbarie.